lunes, mayo 04, 2009

Las profecías del subsuelo

Reseña a "Brevario del Caos" de Albert Caraco
Editorial Sexto Piso, 2006


Por Diego Alfaro Palma
En Cuarto de Revelado, n°3, Santiago, 2009.




No hay hombre sobre la Tierra que pueda terminar Breviario del Caos de una sentada. Su autor, Albert Caraco (de origen judío, nacido en Constantinopla en 1919), se lo ha comparado con otras voces crepusculares del siglo XX como Emile Cioran, Fernando Pessoa y Louis-Ferdinand Céline, no obstante se desprende una clara diferencia entre estos: el suicidio de Caraco un día desconocido de septiembre de 1971, a horas de la muerte de su padre. Paradójicamente, como gran parte de la literatura del siglo recién pasado, la obra de Caraco es póstuma, quedando a manos de la casa editorial francesa L’Age d’Homme, quienes diez años después lo convertirían en un autor de culto, secreto, maldito y, por consiguiente, de culto.


En nuestro país no existen referencias del tono apocalíptico de Caraco, únicamente Breviario del Caos publicado en 2006 por la editorial Mexicano-española Sexto Piso y traducida por Rodrigo Santos Rivera. El trabajo de estos es, sin lugar a dudas, monumental y de un acierto que merece ser tomado en cuenta, considerando el riesgo que contiene editar este compendio sacrílego contra la idea de orden, revolución y progreso, que resulta, por lo menos, cosquilloso en nuestro continente, donde estas palabras aún resuenan como imperativos categóricos.
“Elevo un canto de muerte sobre el universo”, comienza una de las reflexiones del autor, uno que por lo demás se define como “profeta de su generación”, de la destrucción final de la humanidad, algo que para estos tiempos no nos debe causar mayor impresión. Sin embargo, Caraco en su trabajo monástico de criticar las formas de vida moderna y su desenlace, logró consolidar una posición que va de lo realista a lo pesimista (incluso cercana al fascismo), vislumbrando desde ahí la autodestrucción a la que se conduce la humanidad, originada esta por el trato del hombre sobre el hombre, la servidumbre de las masas, el agotamiento de los recursos del planeta y la caída de todas las utopías y sentimientos comunes a todos los periodos de la humanidad. De esta manera desprende el telón del entusiasmo al suelo:


“Pues vamos a morir primero por millones, por miles de millones después y no pararemos de morir hasta que la masa de perdición no se haya extinguido y el universo sane de esta lepra, la lepra de los humanos que lo devoran en demasía”.


La labor escritural de Caraco es la de ser un inquisidor en el momento de la crisis, nada difícil de pensar, pero que concretado en palabras obtiene un sin sabor dramático. En Caraco hay sobre todo rabia, no angustia, sino una rabia infinita y concreta contra la civilización occidental moderna (algo que en muchos casos resulta ser personal). Aludiendo a lo que podríamos entender por su sistema filosófico, este se genera a partir de la conclusión de que “si existe un Dios, el caos y la muerte figuraran entre Sus atributos”, de ahí entiende que el sitial del hombre resulta ser el del virus que propaga el caos sobre el universo sin detenerse a reflexionar en aquello, al tiempo que forja grandes órdenes que el futuro revelará como agujeros de negros del caos y de la muerte, empresas del absurdo, la guerra y la autodestrucción. “Los desiertos son obra del hombre”, nos dice este memorialista del subsuelo retomando las palabras de Nietszche, y es la humanidad en su conjunto la que en la contingencia es guiada por sacerdotes y gobernantes que “son o imbéciles patéticos o profundos perversos, ninguno está a la medida de esta época”. Por esto Caraco nos llama a sumir nuestra voluntad al caos, a la muerte final de la especie, cuyo única “salvación” –palabra de la que él descree- está en la sobreviviencia de unos pocos al holocausto demográfico al que nos aproximamos: “La caridad no salva un mundo repleto de insectos que no saben más que devorarlo”. Únicamente, después de eso, el hombre deberá volver a su origen maternal, a suplir al dios por la diosa, lo viril por lo femenino, como una forma de contactarse nuevamente con la tierra que ha destruido.


El pensamiento de Caraco remite al caos por una insuficiencia que demuestra en las grandes construcciones de nuestro siglo:


“Nos volvemos cada vez más conservadores y llegamos a mantener las antiguallas más caducas y vergonzosas, nuestras revoluciones son puramente verbales y cambiamos las palabras para darnos la ilusión de estar transformando las cosas, tenemos miedo de todo y de nosotros mismos, encontramos la manera de eliminar la audacia yendo más allá de la audacia y de tener ocupada la locura exagerando la locura, no nos oponemos a nada y lo abortamos todo, es el triunfo de la desmesura sometida a la impotencia. Con esto, vamos a la muerte, digo: la muerte universal, con alguna salvedad, encargada de cerrar la historia.”


Júzguese al autor como se quiera, ya que instalados o no en el mundo, su reflexión nos obliga al cuestionamiento y, en esto, hay un sano ejercicio. Su lectura discurre hacia la atrocidad, la involución de los valores, la catástrofe como punto de referencia. Quizás Caraco está más cercano a nuestros malditos Lautremont y Rimbaud, con todas las salvedades del caso, de lo contrario, es un declarado personaje de Dostoievsky. Lo verdadero es que su obra es una señal de detención, un frenazo feroz sobre el pavimento, a la vez que para otros resulta una lectura creada desde el delirio y la falta de fe. Sea como fuere, Breviario del caos fue escrito al borde del abismo y de ahí surge una inteligencia arrolladora, fiel o no, inhumanamente perturbadora.

Liras de la pérdida

Revisión a Luz Rabiosa de Rafael Rubio
Camino del ciego ediciones, Los Ángeles, 2007.



Por Diego Alfaro Palma
Revista Antítesis, número 4, Valparaíso, 2008.



"En mis manos levanto una tormenta/ de piedras, rayos y hachas estridentes/ sedienta de catástrofe y hambrienta" es la trascripción perfecta, en palabras del poeta Miguel Hernández, de la sensación de sostener el libro "Luz Rabiosa" de Rafael Rubio. La alusión es a la Elegía a Ramón Sijé que el poeta español escribiera en los años '30, y que Rubio cita como una de sus influencias profundas, pero que siendo sincero con el lector de esta reseña, me es justo agregar que aquí, en esta obra, es ampliamente superada. Anticipo que el texto que a continuación desgloso no es una crítica para lavarse las manos, sino al contrario: para ponerlas al fuego.

“Todo consiste en llegar al justo término/ y después, dar a luz la voz: dejar/ que se complete la muerte” nos dice Rubio al comienzo de “El arte de la Elegía”, uno de los poemas más logrados de este arte mortuorio, y que sella la primera parte de “Luz Rabiosa” titulada “Descendimiento”, y que junto con “Levantamiento”, congregan una mixtura de poemas que parecieran romper con la célebre teoría newtoniana de la gravitación universal. La apuesta del poeta es la de adentrarse en las fauces de la muerte, del duelo personal, siempre personal, como eje de su composición, ahondando con maestría en ella, para quitarle palabras, luchando codo a codo en una titánica labor –no sólo estética sino complejamente existencial- donde las oraciones de las Glosas Emilianenses (la primera y casual aparición del castellano) y los últimos y oceánicos versos de Huidobro, sin jerarquías, se alzan en este Requiem, fantasma persistente en la poesía castellana, de la que sin duda la muerte se sentiría honrada contendora.

Las Elegías son el comienzo de una sinfonía violenta, rasgada, ajada por el dolor. La entrada de la muerte en la vida, la insuficiencia que motiva el duelo, la rebelión contra un orden mayor, la herida, las terribles noches y la definición exclamada de la ira, son en parte, los epitafios que observamos grabados en la áspera roca de esta despedida. Cada una de estas seis elegías edifican la respuesta iracunda de ese hombre, aferrado apenas a la vida, que suplica un sentido en “Oración de gracias”:

Señálame el lugar donde la noche
Urdió el terrible nido
En qué lugar del cuerpo
Urdió el terrible nido
En qué hueco del mundo
Urdió el terrible nido

La música de las Elegías, martillada por este artesano, se compone de endecasílabos agrupados en tercetos pareados, plagados de aliteraciones “de grueso calibre”, encabalgamientos, para, como nos revela en su “Arte de la Elegía”, “reproducir la onomatopeya del desamparo”, en rima consonante y ritmo yámbico, en los que resplandece en medio de la oscuridad, la verdad “como requisito indispensable”. Es indudable, a pesar de la ironía del autor consigo mismo en sus artes poéticas, no contemplar un desgarro real, indispensable para inflectar la voz dentro de una tradición antiquísima que desde el lamento de Gilgamesh, ha encontrado en esta ceremonia un cause para volver a leer aquellas Coplas de Jorge Manrique.

Si se nos permite una imagen que aúne esta composición, propondré la de la hiedra, “la más profunda hiedra”, que se encarama y tupe la compleja arquitectura de los acabados versos de Rubio. Me refiero con esto, que Luz Rabiosa es en sí un solo poema, enraizado en sus primeras Elegías, la cuales brindan palabras, constantemente repetidas, que van hilando el ritmo desgarrado de esta Lacrimosa. Marcadas por la repetición del fonema r, las palabras “sangre”, “padre”, “madre”, “rabia” y la misma “hiedra”, conforman un primer acorde que inmediatamente hace alusión a la pérdida, y más claramente a aquella siempre y dura palabra de nuestro idioma que es “dejar”, en la cual reverbera, luego del rasguño de la j, esa r que no es sino la prolongación de la muerte, imitando esas olas eternas que revientan en la costa, como también dando cuenta de esa rabia que se cuela por debajo de los días. Por otra parte, “mesa”, “sopa” y “misa” dan cuenta con su fonema s de la continuación de la vida, de sucesos rutinarios y rituales, puestos en crisis en Cenatorio, al cual podríamos engarzar directamente aquella frase del escritor italiano Claudio Magris: “Nada muestra tan patente una ausencia como el hecho de que indeleblemente la vida continúa”.

Poemas como Escena familiar II nos recuerdan en su suma de voces al Juego de Ajedrez de La Tierra Baldía de T.S. Eliot. El almuerzo se acopla entre puteadas y exclamaciones, entre frases ajenas a la pérdida, pues un puente se cierra entre la familia, el irremediable puente de nombrar el dolor, y es allí donde el poeta, sentado en su silla de costumbre, urde la rabia, las miradas, en “el abismo cruel del comedor”: él y su arte son testigos de la muerte. Aunque la labor vaya más allá de sus posibilidades y de las del lenguaje, pues como decía Foucault en Las palabras y las cosas, es la muerte –palabra tan común y tan “perra” cuando nos acecha- el límite de todas las posibilidades, en donde la literatura es la única forma de rozar su experiencia, aunque esto nos parezca un contrasentido.

Como bien sabe el lector, en literatura no existe una medida específica que sirva para calcular el peso estético de una obra frente otra; el lamento de Dido por la huida de Eneas o el llanto de Job contra el Dios terrible que todo le arrebató, son pasajes que finalmente perduran por lo inquietante y lo revelador del mensaje que entregan a la humanidad en todos sus tiempos. Rafael Rubio no nos entrega nada nuevo, ni pedazos de papel en una pecera ni tampoco una performance extravagante, y es ahí donde reside el interés de Luz Rabiosa, una obra condenada a perdurar y madurar en el tiempo, como una de las más portentosas de la poesía chilena en al menos 30 años. Su verdad y su desgarro nos enfrentan nuevamente, en la época de lo evanescente, ante una muerte concreta y salvaje, de la que podemos vitorear que un poeta ha vuelto desde ella para ascender, no simplemente para torcer un canon literario, sino más bien para recordarnos, como Shakespeare en la voz de Hamlet, la certeza de que hay un “morir: dormir; nada más”, y a pesar de aquello, continuamos.



(Limache, 12 de abril de 2008)